Francisco
se apartaba instintivamente con horror de los leprosos. Los evitaba cuanto
podía y no deseaba encontrase con alguno. Un día que paseaba a caballo cerca de
Asís, le salió al paso uno de ellos. Y por más que le causara mucha repugnancia
y horror, sea por su mal olor u horrible apariencia, para no fallar en la
práctica del amor, que descubría en su oración, saltando del caballo, corrió a
besarlo. Y el leproso, al extenderle su mano a Francisco, el santo se la besó. (...)
Lleno de admiración y de gozo por lo vivido, pocos días después trata de
repetir la misma acción. Se va al lugar donde moran los leprosos, y va besando
la mano y la boca de cada uno de ellos. Así, lo amargo que le era ver a los
leprosos se convirtió en dulzura para su alma.
Vida segunda según Celano, nº 9