Queremos vivir del trabajo de nuestras manos, como asalariados pobres,
pero ni siquiera el trabajo nos pertenece en propiedad. No queremos
reivindicar nada ante los tribunales humanos. Nos separaríamos de quienes ni
siquiera pueden ejercitar el derecho a reclamar. Aceptar el principio de
propiedad lleva, tarde o temprano, a sustituir el seguimiento de Jesús
crucificado por el orgullo, y, a nivel institucional, a acumular derechos que
garanticen el futuro. Terminaríamos por necesitar la violencia para defender
nuestros privilegios.